La gran película de Billy Wilder, El apartamento (1960), es una obra maestra de diálogos y personajes. Dotada de un cáustico sentido del humor, los protagonistas son maravillosos antihéroes solitarios, llenos de dudas y mezquinas aspiraciones. Y a la vez, grandes personas dulces, sensibles, llenas de bondad.
El oficinista C.C. Buxter (Jack Lemmon) es un hombre sumiso al poder: presta su apartamento a los jefes con el objetivo de ascender en la empresa. A pesar de la ternura que despierta -especialmente por su amor por la ascensorista Fran (Shirley MacLaine)- el oficinista se nos muestra como un tipo patético, un pelagatos.
La grandeza del la película -y del personaje- se haya en su rebelión hacia el jefe déspota. Deja de ser el oficinista complaciente y le hace un gran corte de mangas. La grandeza de personaje se haya, igualmente, en lo que ocurre en la escena final. Me gustaría imaginarla como una redención: el descubrimiento de la verdadera sumisión, que no es pelotear al poder. Es dejar que Otra baraje las cartas.
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